Él utilizó el plástico para envolver las cajas vacías de sus medicamentos. Ella usó el celofán para envolver un huevo de pascuas que abriría esa tarde cuando llegara la hora del té con sus amigas.
Él saludó a su mujer con un beso rápido en los labios y a sus dos hijos con un beso en la frente. Ella saludó a su gato con un centenar de piropos y a su canario con un silbido.
Él necesitaba dinero para darle de comer a su familia. Ella vivía de la pensión de su marido y de la mensualidad que su hijo, obligado, le daba religiosamente.
Él se subió al tren a las seis de la mañana y no se bajó en todo el día. Ella hizo lo propio a las cinco de la tarde.
Veinte minutos después se cruzaron ante mis ojos en un vagón del Sarmiento. Era domingo de Pascuas.
“Señoras y señores, con todo respeto los vengo a molestar para pedirles una moneda. Soy uno de los tantos portadores del VIH que no consiguen trabajo. Tengo una mujer y dos hijos de tres y cinco años. Mi mujer cose y plancha para afuera pero con lo que gana no nos alcanza, y yo no consigo un trabajo. Les pido disculpas por la molestia, no les vengo a vender nada, sólo vengo a pedirles una moneda, una que les sobre… Por más pequeña que sea es una ayuda para poner un pan en la mesa de mis hijos. No es para los remedios, los tengo gratis gracias al Hospital Muñiz. Si quieren pueden ver los medicamentos y mi certificado, están a su disposición…”
El pedido salía de su boca temblorosa en una mezcla de vergüenza y orgullo. Sus ojos casi no despegaban la mirada del suelo. Sudaba sin que pudiera uno vislumbrar si de calor, cansancio, pudor o las tres cosas.
Los pasajeros se miraban entre sí, hartos, tratando de preguntarse si era correcto lo que este hombre hacía, y si era correcto ayudarlo. Luego de unos segundos, breves para ellos pero interminables para él, algunos introdujeron una mano en su bolsillo o cartera y tomaron unas monedas que asépticamente colocaron orgullosos en las manos del muchacho.
Pasó a mi lado y me conmovió más de lo que ya lo había hecho con sus palabras. Mi mano derecha, dentro del bolsillo, soltó la moneda y tomó el billete que un segundo después le dí a cambio de un inesperado “Dios te bendiga, pibe, Dios te bendiga”, acompañado de una mirada que no podría describir.
La señora, a un metro de distancia y con una mano en la cartera lista para la limosna, lo dejó pasar. Cuando él estuvo lo suficientemente lejos, ella buscó alguien que le devolviera la mirada y se encontró con la mía. Con una extraña necesidad de justificarse, se señaló el corazón y me dijo “éste no me engaña, para mí que el pibe miente, no le creí”.
Me quedé estupefacto. A la señora le bastó con verlo “entero” y respirando para dar su veredicto. Con una enorme impotencia, con la violencia que su gesto generó en mí, no pude más que decirle a la mujer:
“Señora, esa moneda que Ud. se guardó es una miseria comparada con el dinero que regala cuando vota. Y esa gente sí que le miente, y Ud. lo sabe...”
Era la última estación para los tres. Nos bajamos. Él pasó al tren de al lado. La señora apuró el paso para comprarse un paquete de pastillas en el kiosco, como si un gusto amargo la hubiera asaltado. Yo, pensativo, seguí mi camino.